¿Cuánto debemos soportar los colombianos por los daños causados por el estado?

Ha llegado el momento de preguntarnos, con serenidad pero con firmeza, hasta dónde se extiende el umbral de lo soportable para el ciudadano común en un Estado que se precie de ser social de derecho. La cuestión no es meramente retórica; por el contrario, se erige como el núcleo de una reflexión jurídica profunda sobre los límites de la resiliencia [¡odiosa palabra!] cívica frente a las crisis que desbordan lo ordinario. El caso de estudio, aquel que emerge de los oscuros años del narcoterrorismo, nos sirve de brújula para navegar este tortuoso interrogante.

La narrativa oficial, cómodamente instalada en el relato de la excepcionalidad, suele presentar estos episodios como fuerzas naturales e imprevisibles, ante las cuales la Administración se limita a actuar con la mejor de sus intenciones. Sin embargo, un análisis jurídico desapasionado, alejado de la retórica del caos, desmonta esta construcción. Se aprecia de manera nítida una conducta estatal, lícita y legítima en su origen, que sin embargo fracturó el principio cardinal de la igualdad en las cargas públicas y supera el límite de lo soportable por los colombianos. El Gobierno Nacional, en su deber irrenunciable de defender la institucionalidad, en ocasiones (muchas) opta por una estrategia de confrontación. Esta decisión, soberana e incuestionable en el plano político, causa una reacción criminal previsible en su naturaleza, si bien desproporcionada en su magnitud. Los artefactos explosivos que devastan bienes privados no son actos aleatorios de violencia; son la respuesta directa, el contraataque calculado, a las medidas estatales. En este preciso punto, la teoría del riesgo excepciona o, en su defecto, la del daño especial, encuentra su campo de aplicación más puro: un colectivo, o individuos concretos dentro de él, son llevados a soportar un sacrificio que excede los riesgos generales de la vida en comunidad, como consecuencia directa e inmediata de una acción u omisión del poder público orientada a la protección de un interés general. El Estado, al elegir un camino de guerra, concentra el fuego enemigo sobre blancos específicos de la población, convirtiéndolos, de facto, en el flanco débil de su propia estrategia de seguridad.

En segundo término, es imperioso desentrañar la falacia que supone escindir al Estado de la población que le da cuerpo y razón de ser. El régimen del riesgo excepcional no puede operar como un cheque en blanco para la impunidad económica y financiera del poder público. La relación entre Estado y población es indisoluble, orgánica. La población no es un ente ajeno y distante del Estado; es su elemento constitutivo esencial, su sustrato humano. Bajo esta lógica, un atentado terrorista perpetrado contra la sociedad civil, con el objetivo expreso de quebrar la voluntad institucional para imponer condiciones particulares, lejos de ser un evento ajeno al Estado, representa el más claro y virulento de los ataques en su contra. Atacar a la población es asestar un golpe al corazón mismo del Estado. Por tanto, pretender que los daños sufridos por los ciudadanos en tal contexto son “ajenos” a la acción estatal y caen en la esfera de los riesgos generales que cada quien debe asumir, constituye un ejercicio de abstracción jurídica tan extremo que raya en la irrealidad. Revela una visión del Estado como una entelequia separada de sus miembros, una suerte de Leviatán que actúa desde una burbuja de inmunidad. El Estado es, también, la gente a la que dice proteger. Cuando su estrategia de defensa, necesaria o no, canaliza la violencia del enemigo hacia el patrimonio de sus ciudadanos, nace un deber de reparación que emana de la más elemental equidad.

La pregunta entonces no es cuánto debemos soportar los colombianos. La pregunta correcta, la jurídicamente pertinente, es cuánto está obligado a reparar el Estado cuando su accionar, aun siendo legal y hasta loable, redefine el mapa de riesgo y expone de manera desigual a unos pocos en aras de un beneficio difuso para todos. La respuesta, forjada en la doctrina del Derecho de daños y en una comprensión no atomizada de la relación Estado-ciudadano, es clara: el umbral de lo soportable se traspasa en el preciso instante en que el sacrificio individual deja de ser anónimo y general para convertirse en una consecuencia particular, previsible y directa de la estrategia pública. Soportamos los riesgos inherentes a la vida en sociedad; no estamos obligados a soportar, sin compensación, los daños que son el costo colateral calculado de una política de Estado específica.

El derecho de daños, en su evolución más avanzada, ha superado la arcaica noción de que solo la culpa o el ilícito causan responsabilidad. La solidaridad social, plasmada en la figura de la responsabilidad patrimonial sin falta, impone al Estado el deber de indemnizar los perjuicios que sus decisiones, aun las más correctas, imponen de manera singular y onerosa sobre hombros particulares. Asimismo, le impone reparar cuando aumenta el nivel de riesgo que los asociados debemos aguantar. Cerrar los ojos a esta realidad jurídica, amparándose en la niebla de la excepcionalidad, no solo es una injusticia; es un error doctrinal que debilita la confianza en las instituciones y desvirtúa el principio de igualdad, que es la columna vertebral de nuestro pacto social. Los colombianos hemos soportado mucho, tal vez demasiado. La tarea del jurista es asegurar que el derecho no se convierta en el instrumento que normalice ese sufrimiento evitable, sino en la herramienta que repare, con estricta justicia, los desequilibrios que la propia acción estatal produce.

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